Parece que me acerco al fuego intempestivamente, por curiosidad primero, después por lujuria espontanea; me seducen las texturas visuales, las temperaturas y la variedad de colores en este espectro.
Parece que se me acaban las excusas al momento de querer tocarle, lo que me enamora es la conquista del fuego, la combustión misma es parte del proceso, no el fin en si mismo.
Me gusta hablarle, saberme causa de sus azules, verle agonizante y soplar en el momento previo de su muerte para regalarle vida de nuevo, contemplar pasivamente e imaginar el siguiente paso.
Sentir la llama cerca y temerle, estar a punto de quemarme la piel sin precaución y después lamer el dedo para sanar.
La emoción esta en el juego, en la persecución de las hogueras, al final del día todos somos fueguitos (Galeano tiene razón) y yo lo único que quiero es combustión inagotable, azules eternos y blancos brillantes.
Tiendo humanamente a acercarme a las brazas ardientes, esas que llevan el fuego contenido y dispuesto en roca compacta de potencia roja, negra y “pura”, me cautiva la promesa de todos los amarillos abarcantes, sin embargo, a pesar de ello (y sin afán de justificar mis chispas frugales al aire), tengo del todo claro el más bello alimento de mi calor más puro, la que siempre enciende pero nunca se consume.
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